9 de abril de 2006
Valparaíso como souvenir
Si bien el proyecto patrimoniable de Valparaíso responde a un plan económico que ve en las esferas de lo cultural y lo turístico una oportunidad de resurgimiento de la ciudad -y en ese sentido puede ser mirado como un buen propósito- lo que parece una amenaza es la conversión de su memoria en un souvenir.
El tinglado de la identidad, los productos culturales y la estetización de la memoria tiene un apartado macro anterior que se relaciona con lo que Pablo Aravena, en Patrimonio, memoria, historia: la gestión del pasado en el mundo contemporáneo, ha llamado la concepción de “la cultura como recurso”. De acuerdo al texto, esa concepción tiene, por decirlo de alguna manera, dos manifestaciones. Una que se relaciona con la globalización mirada desde el poder económico y que señala que la cultura es hoy un punto de interés puesto que cada día más se convierte en un área que sugiere rentabilidad y por lo tanto genera riqueza. La otra es a partir de sectores marginales que piensan a la cultura, en el mejor de los casos, como una herramienta que facilita la puesta en escena de otras miradas y otros discursos posibles acerca de lo público, o que ven allí, en el peor escenario, un lugar para las prebendas políticas. Esta segunda manifestación, señala Alvarado, explicaría, por ejemplo, el descentramiento desde los partidos políticos hacia los centros culturales.
En esta lógica, podría incorporarse una tercera vía que asume esta concepción de la cultura como recurso, que se relaciona con una de las miradas del Estado, entre muchas otras, acerca de lo cultural. En tiempos donde las instituciones políticas pierden su legitimidad, sobre todo a partir de la puesta en marcha de los gobiernos de la Concertación en Chile –obviamente en momentos de procesos globales- el Estado ha requerido de un camino a través del cual “reencantar a sus ciudadanos”. En esa perspectiva, por ejemplo, las grandes fiestas de la cultura realizadas en las calles de nuestras ciudades (Valparaíso y Carnavales Culturales son una muestra fehaciente de ello). Está claro que hay ahí una visión que se construye desde una vereda instrumentalizadora de lo cultural y de lo artístico, que pone a la cultura en una escena muy cercana a la “cosificación” a la que propende la gestión patrimonial cuando se relaciona con el turismo en tanto productora de bienes simbólicos culturales.
El Estado ha entendido, también y junto al mercado, que la cultura funciona como una herramienta -un recurso- que facilitaría la participación (real o ficticia) y que, además, posibilita la oxigenación económica de ciertos lugares. El problema es que tanto la participación como la reactivación son asumidas a partir de una mirada que pone al consumo como su fuente fundamental: el consumo cultural como supuesto del reencantamiento participativo de la ciudadanía (consumidores y por tanto ciudadanos, parafraseando a García Canclini); y el turístico, como salvavidas casi exclusivo ante la caída económica de lugares que pierden, en el seno de la gran competencia globalizadora y sus transformaciones, sus actividades mercantiles tradicionales.
En este sentido, es factible hablar de una gestión patrimonial que basa su accionar en un aparato ideológico de la cultura y que tiene como soporte discursivo el tema de la memoria. Este ejercicio funciona muy bien en ciudades como Valparaíso, donde claramente existe un pasado –la memoria- que es posible levantar como idea aglutinante y como discurso público.
Entonces y como sostiene la tesis de Aravena, lo patrimoniable opera a partir de una selección ideológica –desde el mercado, el Estado o incluso desde algunos sectores marginales- que elige, a su vez, construir un tipo de memoria marcada por las conveniencias de unos u otros, pero casi siempre desde lo económico.
Si bien el proyecto patrimoniable de Valparaíso responde a un plan económico que ve en las esferas de lo cultural y lo turístico una oportunidad de resurgimiento de la ciudad -y en ese sentido puede ser mirado como un buen propósito- lo que parece una amenaza es la conversión de la memoria en un souvenir. Lo dijo Halbwachs en los años ’30: “la memoria colectiva reconstruye el pasado de una sociedad a partir de los intereses y marcos referenciales del presente”. Esos marcos referenciales hoy se edifican sobre los cimientos de una convención –una gestión patrimonial- que pone a la ciudad a la altura de cualquier otro producto, una convención que registra y reproduce un Valparaíso de postal. Y lo que es más grave aún, no sólo para el turista sino también para el ciudadano común, para el habitante. ¿Qué tipo de memoria es la que estamos construyendo? ¿Qué Valparaíso estamos legando? ¿Qué ciudad estamos olvidando?
Para terminar cito unos párrafos escritos por Álvaro Bisama en Postales Urbanas. Mucho de lo que se dice aquí tiene que ver con esa parte de la ciudad que la selección ideológica deja atrás: “Si algo tiene Valparaíso es esa capacidad de absorver la miseria, de hacerla suya, de darle su propio color. La calle Bellavista es eso en parte (....) es el terreno de las warriors más extremas, de los choros pintados con parkas de colores, de los oficinistas desesperados y listos a todo (....)el embarcadero secreto de la vida cívica de la ciudad: carnicerías, tiendas de botones, farmacias, vendedores ambulantes, locales de pollo frito y fuentes de soda clásicas como el Pepone. El color de Bellavista es el gris, porque hay algo apagado, perdido, cansado, viejo ahí. Algo muerto o a punto de morir. Bellavista es el brazo de una ciudad agotada que sigue sus rituales de siempre, que en sus acciones olvida lo que le pasa, que se sumerge en lo cotidiano para seguir en marcha (....) habría que aplicar una máquina de la memoria, fotografiar a la gente que atraviesa feroz, a los que salen del supermercado, a los ambulantes, a los mendigos, a los perros vagos. Hacerlos aparecer en la calle, darles una pertenencia que desconocen. Ver las caras que se repiten, ver cómo el tiempo devora los edificios, ver cómo los habitantes de la ciudad envejecen, se juntan, tienen hijos o mueren. Sombras de una película sin argumento, sin director, hiperreal, sin música de fondo más que los sonidos -¿una sinfonía? ¿un réquiem ejecutado en el mismo instante de la agonía?- de esa misma calle”.
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