20 de abril de 2006

La Muralla de Zapata: una época

Por la tele me he enterado que Zapata, el dueño, regente, alma y corazón de La Muralla, uno de los bares más emblemáticos de San Antonio, mi ciudad, ha sido asesinado por desconocidos. Las versiones posteriores de algunos amigos señalan que la angustia pastabasera estaría detrás del crimen. En realidad no sé bien que ocurrió y de pronto tampoco me importan mucho los detalles. Lo que me interesa realmente es que Zapata murió. Y más allá, todavía, del dolor que significa la muerte, lo que me importa es lo que se muere, o quizás revive, con el hecho. Son esos recuerdos que a uno le quedan grabados y que cada cierto tiempo resurgen desde la nada porque tienen que ver con los partners de toda la vida, con los lugares que solíamos frecuentar, con la locura de los poco más de veinte, con el reventarse, con la lucha interna, contra todo y contra uno mismo.

No sé muy bien el año de la apertura de La Muralla (95 ó 96 talvez). Lo que sí sé es que esos años fueron los más furiosos y de alguna forma también los más bellos. Claro está, y de eso quiere tratar este texto, cegatón Zapata y La Muralla, son parte de esa etapa.

Álvaro, Rodrigo, Talo, Nino, Chino, Gastón, ¿se acuerdan? Había que salir de casa, loco, (la mía en Puente Arévalo o Luis González, la de Pelao en Baquedano con La Ñipas, la de Zamora más loco que la chucha en El Molo, otras) y dejar el carrete paisajístico típico del auto en la playa, en el cerro con vista o en el bosque. Encontrar un lugar era el lema. Y no era fácil. Tenía que ser con nuestra música, que hubiera onda, que estuviera bien ubicado, que no fuera muy denso y ojalá que puediéramos fumar yerba y entrar copete. Dale, o sea, te la encargo.

Claramente el bar de Zapata no cumplía con todos los requerimientos, pero por lo menos fue el primer bar, en San Antonio, donde pudimos pelar un poco el cable, sin escandalizar mucho a nadie, a gusto. Casi como en casa. La música no era muy buena porque el ciego era de una época bien roquera y setentona pero que nosotros ya nos habíamos saltado. Estábamos en King Crimson, Zappa, Mahavishnu, Chick Corea, Ponty, Talk Talk y otros. Recuerdo las conversas con Alvarito: "Que la música no influya en tu estado de animo", le decía yo y topón pa' dentro otro terremoto (el nombre del trago y el socavón interno después de tomárselo) y siga Zapata con su Creedence añejo.

Demás, también hubo sus peleas. La más memorable, creo, es la de Zamora y Gustavo Amaro (que en esa época eran la base instrumental de la segunda camada de Armandos Van, banda ícono del puerto) contra Zapata. Entre Amaro y "chupateins" no hacían el peso físico del guatón, que estaba enojado a morir porque Zamora vivía una de sus jornadas típicas en que se le habían pasado los copetes y daba jugo con cuática. Eran algo así como las dos y media de la mañana y habíamos llegado hace poco desde Barrancas. Seguro llevábamos puestas unas tres cajas de vino barato, quizás también algo de pisco y unos pitos. Habíamos estado tocando en lo de Zamora y jugando con alguno de sus juguetitos (guitarras, porta estudios, teclados, aviones de aeromodelismo, discos, revistas de música y algunas seudo fans). Sus cincuenta kilos, con cueva, más su característica gestual y quinésica hacían de La Muralla un volcán en erupción que Zapata no estaba dispuesto a permitir. De pronto la cosa estalló no más. Zamora se comió un par de derechazos y no entiendo como no se desplomó. Amaro salió en su defensa mientras yo trataba de calmar al energúmeno de mi amigo. Éste rompía vidrios de la mampara de entrada del local y entretanto Gustavo Amaro, bajista, piola, muy educado, caballero diría yo, se tragaba el mejor winner que haya visto. Zapata se llevó, yo cacho, unos rasguños más unos gritos histéricos y, en el mejor de los escenarios, un par de patadas mal puestas. Era mejor salir, y eso es lo que logré que hiciéramos, a tiempo. Un par de semanas después estábamos otra vez en el mismo bar, atendidos por su propio dueño y sin dramas. Era parte del show y ahora cacho que había adeptos.

Alguna vez también fui parte del espectáculo. Otra noche de locos en sanantony. Pasado de copetes a eso de las doce y media, lo único que quería en la vida era tocar y cantar. En el escenario yacía Pancho (hoy en otra de las bandas emblemáticas de la ciudad: Puerto Verde). Tocaba unos covers de Charly, me acuerdo, y yo, vuelvo a repetir para que se entienda, lo único que quería era "ponerme en escena". Sumen: varios copetes malos + lucha interna + ganas de desahogo + sábado + guitarra eléctrica (que no domino) + bajo + batería, es igual a una performance de la puta madre, según yo. Según Zapata todo era puro ruido. De todas formas nuestro personaje tuvo la amabilidad de dejarme hacer el show completo, unos cuatro o cinco temas, y después me echó entre las pifias de un público que quería más (mentira, eso lo estoy inventando ahora por el honor). Luego, a la salida algo se quebró. Quiero decir: tomé una piedra de la calzada y la lanzé contra un de los vidrios de la entrada. Hoy, claro está, no me enorgullezco. En ese momento fue como la bajada de telón de la puesta en escena. Un triste final, por mi digo, de un mal show.

Pero también hubo buenas cosas. El bar de Zapata fue escenario del comienzo de la historia de amor con Mary, mi mujer. Por ahí pasábamos, a veces, a ver a los amigos, charlar un rato (ya sin escándalo), tomar algo y distraerse. Todo bien.

De alguna manera ese bar fue, también, un lugar de reencuentro con Velasco (un buen amigo) luego de periodos tensos después de un incidente que hasta hoy, cacho yo, nos marca (de pronto, Nino, yo soy más paranoico que tú). Recuerdo un par de conversas luego de un viaje de este loco al Perú. Fue algo piola, sin mucho contenido, no tocamos el tema aquel, pero sentí cercanía (nunca hubo grave lejanía, de cualquier forma). Críptico, con cuática, pero igual.

Para que vean. La Muralla de Zapata daba para todo y eso es lo que quería no pasara desapercibido en estos ratos donde el desasosiego ronda a ese-este San Antonio. Zapata is dead como dice Velasco, pero la historia todavía no se ha escrito. Puta, la escribiremos no más, no queda otra. Igual es bueno saber que podemos hacerlo, hay mucho que contar. Eso es.

9 de abril de 2006

Valparaíso como souvenir


Si bien el proyecto patrimoniable de Valparaíso responde a un plan económico que ve en las esferas de lo cultural y lo turístico una oportunidad de resurgimiento de la ciudad -y en ese sentido puede ser mirado como un buen propósito- lo que parece una amenaza es la conversión de su memoria en un souvenir.

El tinglado de la identidad, los productos culturales y la estetización de la memoria tiene un apartado macro anterior que se relaciona con lo que Pablo Aravena, en Patrimonio, memoria, historia: la gestión del pasado en el mundo contemporáneo, ha llamado la concepción de “la cultura como recurso”. De acuerdo al texto, esa concepción tiene, por decirlo de alguna manera, dos manifestaciones. Una que se relaciona con la globalización mirada desde el poder económico y que señala que la cultura es hoy un punto de interés puesto que cada día más se convierte en un área que sugiere rentabilidad y por lo tanto genera riqueza. La otra es a partir de sectores marginales que piensan a la cultura, en el mejor de los casos, como una herramienta que facilita la puesta en escena de otras miradas y otros discursos posibles acerca de lo público, o que ven allí, en el peor escenario, un lugar para las prebendas políticas. Esta segunda manifestación, señala Alvarado, explicaría, por ejemplo, el descentramiento desde los partidos políticos hacia los centros culturales.

En esta lógica, podría incorporarse una tercera vía que asume esta concepción de la cultura como recurso, que se relaciona con una de las miradas del Estado, entre muchas otras, acerca de lo cultural. En tiempos donde las instituciones políticas pierden su legitimidad, sobre todo a partir de la puesta en marcha de los gobiernos de la Concertación en Chile –obviamente en momentos de procesos globales- el Estado ha requerido de un camino a través del cual “reencantar a sus ciudadanos”. En esa perspectiva, por ejemplo, las grandes fiestas de la cultura realizadas en las calles de nuestras ciudades (Valparaíso y Carnavales Culturales son una muestra fehaciente de ello). Está claro que hay ahí una visión que se construye desde una vereda instrumentalizadora de lo cultural y de lo artístico, que pone a la cultura en una escena muy cercana a la “cosificación” a la que propende la gestión patrimonial cuando se relaciona con el turismo en tanto productora de bienes simbólicos culturales.

El Estado ha entendido, también y junto al mercado, que la cultura funciona como una herramienta -un recurso- que facilitaría la participación (real o ficticia) y que, además, posibilita la oxigenación económica de ciertos lugares. El problema es que tanto la participación como la reactivación son asumidas a partir de una mirada que pone al consumo como su fuente fundamental: el consumo cultural como supuesto del reencantamiento participativo de la ciudadanía (consumidores y por tanto ciudadanos, parafraseando a García Canclini); y el turístico, como salvavidas casi exclusivo ante la caída económica de lugares que pierden, en el seno de la gran competencia globalizadora y sus transformaciones, sus actividades mercantiles tradicionales.

En este sentido, es factible hablar de una gestión patrimonial que basa su accionar en un aparato ideológico de la cultura y que tiene como soporte discursivo el tema de la memoria. Este ejercicio funciona muy bien en ciudades como Valparaíso, donde claramente existe un pasado –la memoria- que es posible levantar como idea aglutinante y como discurso público.

Entonces y como sostiene la tesis de Aravena, lo patrimoniable opera a partir de una selección ideológica –desde el mercado, el Estado o incluso desde algunos sectores marginales- que elige, a su vez, construir un tipo de memoria marcada por las conveniencias de unos u otros, pero casi siempre desde lo económico.


Si bien el proyecto patrimoniable de Valparaíso responde a un plan económico que ve en las esferas de lo cultural y lo turístico una oportunidad de resurgimiento de la ciudad -y en ese sentido puede ser mirado como un buen propósito- lo que parece una amenaza es la conversión de la memoria en un souvenir. Lo dijo Halbwachs en los años ’30: “la memoria colectiva reconstruye el pasado de una sociedad a partir de los intereses y marcos referenciales del presente”. Esos marcos referenciales hoy se edifican sobre los cimientos de una convención –una gestión patrimonial- que pone a la ciudad a la altura de cualquier otro producto, una convención que registra y reproduce un Valparaíso de postal. Y lo que es más grave aún, no sólo para el turista sino también para el ciudadano común, para el habitante. ¿Qué tipo de memoria es la que estamos construyendo? ¿Qué Valparaíso estamos legando? ¿Qué ciudad estamos olvidando?

Para terminar cito unos párrafos escritos por Álvaro Bisama en Postales Urbanas. Mucho de lo que se dice aquí tiene que ver con esa parte de la ciudad que la selección ideológica deja atrás: “Si algo tiene Valparaíso es esa capacidad de absorver la miseria, de hacerla suya, de darle su propio color. La calle Bellavista es eso en parte (....) es el terreno de las warriors más extremas, de los choros pintados con parkas de colores, de los oficinistas desesperados y listos a todo (....)el embarcadero secreto de la vida cívica de la ciudad: carnicerías, tiendas de botones, farmacias, vendedores ambulantes, locales de pollo frito y fuentes de soda clásicas como el Pepone. El color de Bellavista es el gris, porque hay algo apagado, perdido, cansado, viejo ahí. Algo muerto o a punto de morir. Bellavista es el brazo de una ciudad agotada que sigue sus rituales de siempre, que en sus acciones olvida lo que le pasa, que se sumerge en lo cotidiano para seguir en marcha (....) habría que aplicar una máquina de la memoria, fotografiar a la gente que atraviesa feroz, a los que salen del supermercado, a los ambulantes, a los mendigos, a los perros vagos. Hacerlos aparecer en la calle, darles una pertenencia que desconocen. Ver las caras que se repiten, ver cómo el tiempo devora los edificios, ver cómo los habitantes de la ciudad envejecen, se juntan, tienen hijos o mueren. Sombras de una película sin argumento, sin director, hiperreal, sin música de fondo más que los sonidos -¿una sinfonía? ¿un réquiem ejecutado en el mismo instante de la agonía?- de esa misma calle”.